Recuerdos sobre Victoria
Por Luis Millet, director del Orfeón Catalán
Invitado por el Director de esta Revista a escribir algo sobre Victoria, tomo la pluma con temor y casi con vergüenza, como aquel que se ve empujado a hablar con un gran personaje siendo un humilde hombre de pueblo, aunque sea admirador de los grandes en nobleza y espíritu. Pero quien rige esta publicación me inspira demasiado respeto y consideración para que yo no procure, bien o mal, cumplir con sus deseos.
Mis aficiones y admiración por Victoria vienen ya de los tiempos de mi primera jueventud. En aquella edad juvenil de las ilusiones, en la que el espíritu inquieto no para en desear glorias y perfecciones, cuando ya había empezado mi carrera artística, decidí, con un íntimo amigo, pedir lecciones de armonía y composición al venerable y mayor maestro Felipe Pedrell. Aquellas lecciones, más que amaestramiento del arte de los sonidos, eran una continua propaganda de los viejos autores españoles de la polifonía, que el maestro iba descubriendo y analizando, por las vidas y obras. La pasión que él sentía por estos estudios era tanta, que la mayor parte del tiempo de la lección la pasaba en hacer el elogio de sus descubrimientos, y de aquel arte antiguo que él veneraba y que él decía era, junto con el canto popular, la fuente única restauradora de nuestra música nacional. Las novenas y retardos se dejaban de lado, después de unas rápidas correcciones, y venía súbitamente la noticia del último descubrimiento que había hecho, removiendo archivos y solicitando noticias a todos los maestros de capilla de toda España, pidiendo copias de manuscritos y de todos los datos que pudieran orientarle sobre las personalidades pretéritas de nuestro arte. Entonces fue cuando sus discípulos conocimos por primera vez los nombres de Flecha, Vila, Cabezón, Brundieu, Terradellas, Amat, etc. A veces, el maestro se sentaba al piano y nos daba a conocer pasajes de aquellos autores. Yo recuerdo la honda impresión que me producían aquellas modalidades procedentes del canto gregoriano, las cuales eran para mí cosa nueva; y decía yo al maestro: —¡Ah, esto, esto me gustaría saber hacer!— Él se sonreía y seguía haciendo la apología de otro antiguo compositor que acababa de descubrir.
Pero su entusiasmo subía de punto al hablar de Victoria. Cuando por la casa Breitkopf recibió el encargo de hacer la edición de las obras completas de este autor, removió cielo y tierra, buscando todos los vestigios de las ediciones antiguas y las copias esparcidas en los archivos de iglesias y conventos.
En su concepto, Victoria era el mayor genio de toda la polifonía clásica. Todos los demás quedaban por debajo de aquellas alturas geniales; el mismo Palestrina no le llegaba a medio cuerpo. Al temperamento apasionado de Pedrell, el subido misticismo de Palestrina, no le penetraba ni le sacudía como los acentos patéticos y la expresión de la potente y sacra humanidad del genial Victoria.
Así es como en nosotros, discípulos obedientes a los entusiasmos de Pedrell, arraigó profundamente la fe en el genio de Victoria. Pero la verdadera comprensión y el amor a las obras del maestro abulense vinieron cuando con mi orfeón estudié y trabajé sus responsorios y motetes, sus misas de Gloria y de Réquiem, cuando en un concierto de música religiosa di a conocer el «O vos omnes», cuando ensayé con el coro la misa «O quam gloriosum est regnum», cantada en Montserrat con motivo de la bendición de la enseña de nuestro Orfeón. Es justo hacer constar que esta misa fue cantada antes por la capilla que dirigía el maestro Mas i Serracant, otro de los fieles discípulos de Pedrell. Pedrell, en una conferencia dada en el Ateneo barcelonés, había dado a conocer varios motetes y las dos Pasiones (según San Mateo y según San Juan), causando estas obras grande impresión a nuestros intelectuales y especialmente a nosotros los neófitos entusiastas del gran Victoria.
Al encargarme los Padres del Oratorio de San Felipe Neri los cantos de Semana Santa en su iglesia, el repertorio de los mismos fue todo formado con polifonía clásica. Cuando el Santo Padre Pío X no había aún publicado su célebre encíclica sobre la música sagrada, ya nosotros, los entusiastas de la reforma, teníamos valor para encararnos con los rutinarios del viejo régimen, que murmuraban sotto voce, de la música sosa polifónica, diciendo que no tenía sentimiento ni filosofía.
Fue entonces, al ejecutar en San Felipe Neri la Pasión del Domingo de Ramos y del Viernes Santo y los responsorios del Jueves Santo por la tarde, en un ambiente de profunda religiosidad, alternando con los salmos y las antífonas de maitines propios del día, después de haber trabajado las voces de hombres y de niños con todo cariño, cuando acabé de comprender y amar a Victoria y de compenetrarme con aquellas páginas sublimes, reveladoras del sacro humanismo de Jesús, del dulce sabor del dolor evangélico. Se puede decir que el sello característico del genio de Victoria aparece en los clamores de sus responsorios: allí es donde se encuentra en su mayor y más sublime expresión.
El recuerdo que tengo más profundamente grabado en mi memoria, el que más ha penetrado en mi hondo sentimiento, es el de las audiciones de Semana Santa con la ejecución de los responsorios. También quiero hacer constar al final de estas mis pobres líneas, la impresión hondísima que guardo de la ejecución del responso del sublime Requiem a seis voces, que cantó el Orfeó en el Salón de Ciento de la Casa Consistorial de Barcelona, ante el cadáver del gran poeta Jacinto Verdaguer. No resonaban en la iglesia aquellas páginas sublimes; pero aquella sala gótica, estuche de las gestas históricas de Barcelona, aquella presencia del cadáver del altísimo poeta, aquel momento solemne, hicieron que el responso del Requiem de Victoria vibrara como la más justa expresión de aquel acto inolvidable.
Barcelona, día de Santa Cecilia, de 1940
Luis Millet